El muermo y la farcina, el azote de las grandes epidemias
La fotografía que aparece al inicio del artículo, es la máscara mortuoria de un estudiante de veterinaria de Alfort, fallecido en 1836 después de contraer el muermo al cortarse durante una autopsia a un caballo – Museo Fragronard EnvA
El muermo estuvo presente hasta la Primera Guerra Mundial y fue la principal enfermedad contagiosa del sistema respiratorio equino. Una vez arraigado, podía desencadenar la farcina, una terrible enfermedad cutánea que ocasionaba la muerte en un plazo de ocho a treinta días. Afortunadamente fue erradicada durante el siglo XX y desapareció de nuestros establos gracias a las medidas de vigilancia y al sacrificio de animales infectados, así como también a las restricciones fronterizas. Transmisible al ser humano, esta enfermedad se desencadenó por la ingestión de alimentos o agua contaminados por la bacteria Burkholderia mallei. En 1837 el normando Pierre Rayer fue el primero en describir los efectos de la enfermedad en los seres humanos. Pero solo se empezaron a tomar medidas de higiene drásticas cuando aparecieron los trabajos de microbiología de Pasteur.
En los siglos XVIII y XIX se escribieron numerosos tratados sobre el tema: Lafosse padre descubrió su ubicación en las fosas nasales. El hijo retomó y completó las teorías del padre en su Guide du Maréchal (1766) (Guía del Mariscal).
Durante el siglo XIX se desarrollaron teorías “del no contagio”: se suponía que la enfermedad solo se desarrollaba bajo ciertas condiciones de debilidad del organismo. Esto le costó la vida a muchos hombres y equinos.
Por supuesto florecieron los remedios empíricos. Mennessier critica uno, del cual se burla gentilmente cuando cuenta que un “tal Fabre de Marsella, que durante cuarenta años había comprado los caballos apestados que iban a ser sacrificados, los llevaba a su enfermería y al cabo de algunos días con mucho asombro (con razón, se ve que este Fabre venía de Marsella) se veía salir todo brioso tal caballo que había entrado…podrido hasta la médula. Este empírico vino a París, fue a buscar al General Dumas, quien lo presentó al General de Bressolles, y de ahí al Duque de Montebello, ayudante de campo del Emperador, quien puso a su disposición dos caballos mocosos de los soldados de la Guardia. Ayudado por M. Londin, veterinario del cuerpo, Fabre comenzó su tratamiento pero los resultados parecen mucho menos concluyentes de lo que el autor de la nota quiere demostrar…”.
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